Sin código postal: Sara Torres

Sin código postal: Sara Torres

En la amalgama de las raíces de lo emocional y lo pulsional, 
abajo donde el lodo y el sedimento, deseo, amor romántico 
y amistad se confunden en un silencio gozoso.
Sara Torres, sección “Está bien sentir” de elDiario.es

Para que tú me entiendas: 

La primera ocasión en la que tenté —con dedos, ojos y apetito— las raíces entrelazadas de lo pulsional, tenía diecinueve años y estaba en una cafetería. Mi amiga era rubia, de mandíbula amplia, energía fulminante y tomaba un capuchino con chocolate espolvoreado. 

La segunda ocurrió echadas en el sofá, un par de meses más tarde, después de bebernos una botella de vino tinto y cenar palomitas, mientras mi amiga me contaba el argumento de una película donde, como de costumbre, se cometían asesinatos y robos con la excusa del amor. En la oscuridad del salón, los rasgos le bailaban con luz de los coches que conducían frente a nuestra ventana. Bajé los ojos, desconcertada.

Después de aquellas dos ocasiones, he deseado y amado sin tener en cuenta los límites de la amistad a varias amigas más. Querida Sara Torres, te escribo porque cada una de estas veces he sentido que algo estaba a punto de quebrarse entre nosotras. Siempre he pensado que actuar sobre el deseo dinamitaría el vínculo, lo convertiría en celos, temores y vergüenzas.

¿Por qué crees, Sara, que nos negamos la posibilidad de la amistad deseante? Si, como tú dices —y yo coincido—, se trata de un riesgo generoso y bello, ¿de dónde nace el rechazo a deshilachar los límites de lo pulsional?

Hasta la adolescencia mezclé amistad, amor romántico y deseo como si jugara a las pócimas: echaba medio vaso de cada uno, añadía algo de agua, y lo removía todo con una cuchara de palo. Recuerdo que a los once años mi mejor amiga y yo nos explorábamos bajo las sábanas, nos cuestionábamos los cuerpos y aprendíamos sobre nuestra anatomía y la ajena, palpándola sin miedo. Pero, conforme pasamos la pubertad y entramos en la adolescencia, entendimos las connotaciones del deseo y dejamos de hacerlo. Nos avergonzamos. Si a día de hoy alguna sacase el tema, probablemente la otra lo negaría.

No puedo culpar a mi yo de once años, ni al de diecinueve, por la vergüenza y el desconcierto. «La performatividad de la amistad y la performatividad del amor en los espacios públicos requieren de una diferenciación que sea legible». Esta idea ha germinado tan dentro de muchas de nosotras que pienso, querida interlocutora, que la necesidad de diferenciar también llega hasta los espacios emocionales, allá donde se encuentran el lodo y el sedimento. Las performatividades se nos imponen desde lo público hacia lo íntimo, las absorbemos a través de la epidermis y pasan a nuestro torrente sanguíneo. Existe un empeño por que amigas-amantes creamos que la amalgama de raíces no es real, que jugar a las pócimas con amistad, amor y deseo es un error, una locura, una estupidez transitoria.

Y tú, querida Sara, ¿qué me dices? ¿Por qué tanto empeño en separar en distintos frascos los tallos de una misma raíz?

Con todo mi deseo y devoción, 

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