Con tanta neura me salieron patas de gallo hasta en la lengua.
Mira cómo tengo la piel, parece un papiro egipcio con la preocupación.
Tengo miedo torero, Pedro Lemebel
Para que tú me entiendas:
Te escribo enferma, desde mi cama. Diría que la causa de mis dolores es la angustia tan hueca, tan agujereada, tan de regadera vacía, que desde años me persigue y ha empeorado al romper la relación con mi pareja. Confieso que me odio por ello, dejarme enfermar del todo a manos de un hombre. Por suerte te tengo, puedo escribirte. Quedarme a solas con mi cabeza frágil y patológica acabaría en locura inevitable, en cejas calvas de estrés y cutículas infectadas. Por suerte, también, tengo una ventana desde la que veo el color verde y escucho un arrurrú de olas.
No he tenido fiebre en ningún momento, pero sí unos sueños muy extraños. O quizás no tanto, según, creo, opinarías tú. Me da la sensación de que en algún momento de tu vida aseguraste que no estás de acuerdo con el psicoanálisis, que consideras a Freud como un idiota con el pico chico, un sarasa renegado, un mariflor dentro del clóset, una concubina transformista con padres ultracatólicos. Yo he dejado de buscar el control teórico del psicoanalista. Ahora consulto a la mirada de carne, amor y linfa de la poeta. Por eso te escribo. Tú, Pedro Lemebel, eres la poeta, la loca chalada con mantilla y uñas largas, la que se deja carcomer por el trastorno y dice no necesito disfraz aquí está mi cara hablo por mi diferencia defiendo lo que soy y no soy tan raro.
Así que te cuento:
No sé a cuánta gente le ocurre, pero no tengo fiebre desde los ocho o nueve años. Hace casi dos décadas que mi cuerpo guarda con celo la temperatura. A veces, pienso que, el día que mi clima interior supere su estado natural, aunque sea unos grados tan solo, moriré fulminada por un rayo. Imagino que si la fiebre me sobreviene, tendría que ser una tarde de lluvia en medio de un pasto inmenso, con el suelo lleno de margaritas muy lindas, muy juntas, como un panal de abejas, repletas de gotas redondas. Ahí, sobre las flores que tiritan, un rayo me partiría. Así que evito el campo a toda costa.
La ausencia de fiebre ha sido reemplazada por un cansancio que me desmigaja los huesos. A lo largo de estos días, he dormido unas doce o trece horas diarias, como cuando era adolescente y sentía que las extremidades se alargaban en la noche, y al despertarme no cabía en mi propia piel recién estirada. Pero ya no soy adolescente. Ahora soy un tanteo de mujer y me pregunto hasta cuándo durará esta modorra de marmota perezosa. Supongo que hasta que termine la enfermedad. O tal vez hasta que decida marcharse esta pena ya amiga, mi conviviente, este amargor de cadenas enhebradas, esta cargante obesa estúpida viscosa con cola de lagartija. Me pregunto si, igual que tú, yo también recibiría la muerte como vacaciones.
Pero me estoy dejando arrastrar por imaginaciones de enferma confinada. Yo venía a hablarte de mis sueños.
Ayer me desperté muy agitada de la siesta. El sueño empezaba bien: mi hermana y yo vivíamos en un caserón con jardín y setos en forma de cubo. Pero, como corresponde a un sueño gestado en una cabeza indispuesta y melodramática, se transformaba en pesadilla. De entre los setos salía un perro, un golden retriever que me parecía demasiado bajito, el tamaño del perro salchicha más alto de la familia. Cuando me fijaba en él, me daba cuenta de que tenía las patas cortadas. Caminaba con muñones sanguinolentos por el jardín. Dejaba una ristra de puntos y rayas burdeos sobre el mordisco de yerba verde.
Se me remueven las tripas al recordarlo, Pedro Lemebel. He tenido que beber agua para bajar la bilis que me sube solo de pensarlo.
En el sueño transformado a pesadilla, intentaba coger al perro en brazos, pero pesaba demasiado. El perro lloraba, aullaba agonizante con sonido de castañuelas. Yo buscaba en el móvil un veterinario cercano. El más próximo estaba a cincuenta kilómetros. Con el perro a mis pies, en medio de la carretera, hacía gestos a los taxis, pero ninguno paraba. Me miraban igual que se mira a una mujer que, de tanta desesperación y alcoholismo, ha asesinado a su hijo y ahora lo sostiene envuelto en una mantita como de feria sevillana a la inversa: fondo blanco y puntos rojos. Mi hermana de pesadilla me decía que lo dejase desangrarse, y yo le tomaba la palabra. Volvía a esconder al perro entre los setos y escuchaba cómo sus gorgoritos de opereta fallecían.
Le conté el sueño a mi psicóloga, que no pudo evitar las especulaciones médicas sobre el porqué de mis locuras. Para que te hagas una idea, querido Pedro Lemebel, me dijo: «Ese animal indefenso al que debes cuidar es tu parte más vulnerable. Es tu subconsciente diciéndote que tienes un lado herido de muerte y que estás ansiosa por curarlo pero, por ahora, no tienes las herramientas necesarias».
O algo así dijo.
Y tú, Pedro Lemebel, mi escuchador ideal, ¿qué opinas?
Con toda mi pena y devoción,