Para que tú me entiendas:
Todo empieza con una historia de amor que, de golpe, acaba. Lo llaman tener el corazón roto porque duele lo mismo que caerse por las escaleras. No es metafórico, es físico: lo sientes en los músculos, en la sangre y los huesos. Esto que digo puede sonar presuntuoso, pero desde luego el dolor es. Existe, eso seguro.
Como si de nada sirviera, un hombre me partió el corazón delante de una pizzería. Luego me acompañó a casa, me besó en la mejilla, me observó subir al ascensor y desapareció en otro continente durante meses. El dolor era agudo.
En un intento de olvidar el tiempo que el hombre y yo pasamos juntos, seguí el consejo de un escritor que, en algún libro que había leído años atrás, decía algo así como «para olvidar a una mujer hay que convertirla en literatura». Me parece que era Henry Miller. Ahora creo que era un consejo estúpido, pero por entonces, coincidiendo con este supuesto Henry Miller, yo pensaba que la escritura tenía el poder de borrar la memoria.
No conseguí nada transformando en literatura a este hombre, evidentemente. El dolor persistió y él no desapareció de mi cabeza. Si te hubiera conocido por entonces, querido Zambra, habría tomado otras decisiones. Es por eso que te envío esta carta: gracias a ti he aprendido que la literatura es lo contrario al olvido.
En algún momento dijiste que de mayor querías ser un recuerdo. Lo dijiste en un poema, en un poema dentro de una novela. Lo dijiste con palabras impresas que no se pueden desvanecer, que se agarran al papel como patas de araña. Rechazaste la idea de olvidar y honraste a aquellas personas que exhiben su capacidad de recuerdo.
Y yo me pregunto, querido Zambra, ¿opinas tú también que ese deseo de recordar es, en sí mismo, el deseo ser narrado? ¿El de narrar?
Me parece que coincidirías conmigo en que la persona que escribe parece estar enamorada. Frente a ese montón de letras, la persona que escribe se vuelve obsesiva, dependiente, dolida, entregada, danzarina, sensible, rabiosa. Absolutamente feliz. Por completo destrozada. Vuelve sobre lo mismo sin fin, lee y relee su historia, la cambia como si fuera una memoria de la infancia para hacerla más bonita o más fea, para tornarla suave o recrudecerla. A veces tiene aventuras y decide abandonar. Pero luego siempre regresa.
La persona que escribe, igual que la persona enamorada, jamás exhibiría su capacidad de olvido. Por una simple razón: está desposeída de ella.
La literatura no tiene el poder de borrar la memoria. Convertir en historia a una persona, momento o lugar es querer sostenerlos en algún —cualquier— sitio. El tiempo de la escritura es siempre más alargado que el tiempo real de las cosas. Se crea y recrea. Se alimenta. Se protege y solidifica, se continúa. El tiempo de la escritura es largo. Es una pausa. Es un recuerdo.
Creo, querido Zambra, que estarás de acuerdo conmigo. Me parece que también opinas que literatura es, en realidad, la única forma que la persona que escribe tiene para mantener las cosas con vida. Que escribir es insuflar aire para que nada muera.
Y tú, mi querido interlocutor, ¿qué me dices? ¿No es «mejor pensar que todo esto es una historia de amor»?
Con todos mis recuerdos y devoción,