Tengo una imagen de mi infancia en la cabeza que nunca podré borrar. ¿Te acuerdas cuando en los baños de la escuela nos besamos? Juntamos las lenguas, y luego los labios, los tuyos tenían miguitas del bocadillo, y tu lengua estaba seca, tenías el zumo en la mano, pero no te lo habías bebido, llevábamos el uniforme, con los calcetines subiendo por nuestras piernas, y el sudor bajando por ellas, ya era el final del curso, el principio del verano.
Las amigas del cole parece que lo son en temporada escolar, que luego nos vamos al pueblo, o a la playa, o algunas nos quedamos, y esa amistad se pone en pausa, hasta que volvemos algunas más altas, algunas más morenas, algunas con las rodillas heridas por la bici, y algunas con nuevos besos de verano.
Pero esa temporada no acabó tan pronto este año, aún no estamos montando en bici o deseando un día libre de mamá para ir a la piscina. Como una aparición fuera de un lugar sagrado, nos encontramos fuera del calendario escolar, te vi comiendo un helado, un Popeye de limón, y quise besarte otra vez, pensaba en todas esas babas amarillentas que se quedaban en tus comisuras, yo ni sabía decir comisuras, pensaba en las esquinitas de tus labios, así los nombraba en mi cabeza.
Yo no sabía que ese iba a ser siempre mi primer beso, no entendía lo que eran, ni que en los besos también se habla, que el cuerpo se comunica sin la boca, siempre he aprendido en verano de los besos, de los cuerpos y que yo misma tengo un cuerpo. Supongo que el aprendizaje de la boca, del cuerpo, se hace con la práctica, con la costra de la rodilla que nunca se cura, y con las babas en las comisuras.
Yo no sabía que no había que besarse con chicas, que las chicas se tienen que besar con chicos, me lo enseñaron luego ese verano, yo no entendía qué había hecho mal, pero decidí callar, y lo tuve que desaprender más tarde, cuando ya sabía decir comisuras, y besarme con ellas.