Sin Código Postal: Marguerite Duras

Sin Código Postal: Marguerite Duras

«La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce,
o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo.
Se desangra, el autor deja de reconocerlo».
Escribir, Marguerite Duras.

Para que tú me entiendas:

Hace poco vi una película sobre la vida de Roald Dahl con una amiga. Fuera de la pantalla, al otro lado de nuestras ventanas y nuestro salón, estaba el mar. Negro, un mar de noche, siempre con su sonido de rumores y cuchicheos. Según la película, Roald Dahl tenía una casa preciosa. En el campo, no en la playa, no como la nuestra. Una casa galesa, con jardín y un cercado romántico, con muchas mesas distintas donde sentarse a escribir. Y, sin embargo, prefería encerrarse a trabajar en un cobertizo, en una casetilla apartada y húmeda. Le dije a mi amiga: Con la casa que tiene, y se mete ahí. Ella me respondió: Tú podrías escribir mirando al mar. ¿Lo haces?
No lo hacía. Me iba a mi habitación con un flexo y echaba el pestillo.
Ahora vivo en una casa distinta. No está frente al mar, sino en la ciudad. Ha cambiado el escenario, pero no mis costumbres. Sigo aislándome para escribir. Es por esto que me dirijo a ti, Marguerite: al principio pensé que debía ser una persona rara, incluso aburrida o antipática, pero después te leí y me entendí.
Igual que tú, necesito la casa completamente vacía para escribir. Vacía, incluso, de mí misma.
«A veces cierro las puertas, desconecto el teléfono, desconecto mi voz, no quiero nada más», narras en Escribir. Yo le pido a mi pareja que vuelva a su apartamento. Me escondo de mi gato. No respondo si llaman al telefonillo, si mi hermana me envía un mensaje. Escucho un ruido extraño en otra habitación y no voy a identificarlo. Si tengo visitas, les pregunto a qué hora se levantarán para poder despertarme antes y trabajar a solas.
Dime, mi querida interlocutora, ¿qué hay en el rito de la soledad que nos acoge para escribir?
Al otro lado de mi ventana ya no está el mar. Asomo los ojos a través del cristal veo a un puñado de niños jugando en los columpios, a los obreros de la casa de al lado que descansan sentados en un banco mientras toman el desayuno, a los gatos corriendo por debajo de los coches, de motor en motor. Los miro y ya no estoy sola. De la misma forma que te ocurría a ti, Marguerite, si los miro debo dejar de escribir.
«La soledad no se encuentra, se hace», dices. «La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí qué era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé». En ocasiones, yo también tengo miedo a estar sola. Casi siempre, en realidad. Ahora mismo, por ejemplo, estoy asustada. Pero también amo esta casa, esta mesa, mi teclado, mi radiador. ¿Qué nos mueve a buscar algo que tememos, Marguerite? ¿Qué nos lleva a amar a ese temor?

A veces pienso que aislarse por voluntad propia es sinónimo de desaparecer. A veces me pregunto si solo cuando desaparecemos, cuando ocultamos incluso nuestro cuerpo, entramos de verdad en la escritura. Otras veces me digo que tanto tiempo en solitario me ha vuelto algo loca.
Y tú, mi querida interlocutora, ¿también te ocultaste hasta sentir que desaparecías dentro de la escritura?

Con toda mi soledad y devoción,

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada anterior Traducirla habría sido sacrílego
Entrada siguiente Telarañas