«May I have a glass of water, please?»
Kill Bill. Volume 2 (2004). Quentin Tarantino
El sonido es atronador, los cascos no sirven para nada. Son enormes, como de obra, y me cubren las orejas enteras. De pronto el ruido cesa y comienza una locución aséptica, pausada, segura.
Coge aire. No respires. Respira.
Sigo el mandato. Intento controlar que el movimiento de subida y bajada del tórax no sea excesivo. Estoy entrenado, puedo hacerlo. No te muevas nada, ha dicho la enfermera. Pero si respiro me muevo. Respira suave, no muy profundo.
Toc, toc, toc, tic, tic, tic, tic, tac, tac, tac, tac, toc, toc, toc, toc.
Los sordos se ahorran esta parte, pienso. Ojalá lo fuera. Doy un respingo que no debo. Mierda. Me he movido. No, no quiero ser sordo. Llevo unos días en los que analizo cada uno de mis pensamientos. En mi angustia, imagino que es mi cerebro enviándome señales. Me retracto. Me encomiendo a un ser superior. Por favor, de momento, si puede ser, déjame los sentidos intac, tac, tac, tac, tac, tactos.
No lo hago nunca, pero hoy rezo. Como si a estas alturas una mano divina pudiera cambiar algo. Le pido que no sea muy grave. Y si lo es, que haya tratamiento. Por favor, por favor. Y que pueda seguir compitiendo, por favor
—Voy a pasar el contraste. Notarás un sabor metálico. Y calor en la garganta y los genitales.
Lo percibo enseguida. Saboreo el metal, me abrasa el calor. Me doy cuenta de que están viéndome por dentro. Ese líquido radioactivo entra por mi vena abierta, como una tuneladora abriéndose paso en la montaña. Se ve. En la imagen, el líquido se ve. Contornea los órganos, detecta las anomalías. Eso han dicho. Agarro la bocina que tengo en la mano derecha. Por si te agobias y nos quieres avisar. La toco suavemente, no quiero que pite. Sólo quiero comprobar que no se ha escurrido, que sigue a mi alcance como un salvavidas. Aguanto estoico, puedo hacerlo.
Toc, toc, toc, tic, tic, tic, tic, tac, tac, tac, tac, toc, toc, toc, toc.
Las ondas resuenan en todo mi cuerpo. Me golpean en el pecho. Cierro los ojos. Intento imaginarme lejos de ese tubo asfixiante y ensordecedor. Pienso en el nacional de Kung Fu. Repaso mis rutinas. El brazo recto, el puño apretado. Ejecuto todas las llaves, me las sé de memoria. Sin mover un músculo aporreo el aire con golpes secos. Otra vez. Golpeo. Retrocedo. Golpeo. Consigo una latencia estable, repetida. Cansina. Golpeo. Tac, tac, tac, tac.
Cojo aire. No lo ha pedido la locución, pero lo hago. Con la boca abierta. Me estoy ahogando. Respiro con cuidado, como me han dicho, pero quiero más. Necesito más. Abro los ojos. El techo de la tubería blanquecina en la que estoy metido está a sólo un palmo de mi boca. Tengo serias dudas de que este habitáculo contenga todo el aire que requieren mis pulmones. Es una tumba. Me hormiguean las piernas y el brazo en el que tengo puesta la vía. Han sido claros: no te muevas. ¡No puedo moverme, no hay espacio! Me cuesta despegar la lengua del paladar. ¿Son señales? Las lágrimas me queman mientras avanzan por mis mejillas. Es el líquido que me han inyectado, que se me está saliendo por los ojos. Ardiente, mortífero. Me ahogo. ¿Cuánto queda? No aprietes la bocina, aguanta. Dijeron cuarenta minutos. Que termine ya, por favor. Las paredes se estrechan sobre mí. No puedo soportarlo más. Me decido a apretar la bocina pero se ha caído de mi mano y ahora resbala hacia el muslo. No llego. La tumba me abraza cada vez más fuerte. Una serpiente de lágrimas me envuelve el cuello. Voy a salir. Tengo que salir. El movimiento me nace de dentro y me empuja hacia afuera. A golpes, romperé la caja y atravesaré la tierra. Como una tuneladora. El brazo recto, apretado el puño. Puedo hacerlo, estoy entrenado. Sigo golpeando. Golpeando. Golpeando.