Cuando empecé a leer Historia de la mujer caníbal (Impedimenta, 2023), la última novela de Maryse Condé —libro al que llegué por sorpresa o suerte, según se mire, lo cual siempre hace que la lectura sea incluso más hermosa—, me impresionó la rapidez con la que el relato se integró en mí. Rosélie, su protagonista, una mujer adulta de piel negra, original de Guadalupe, y que vivió entre su tierra natal, Francia, Estados Unidos y la Sudáfrica del post-apartheid, probablemente pasó por experiencias muy lejanas a la mía. Y, a pesar de ello, me vi subrayando frases en las que me sentí identificada, emociones por las que también he transitado, realidades y eventos que ambas conocemos.
El abandono. El desarraigo. El cuerpo. La soledad. El miedo.
¿Qué más? La incertidumbre. El no saber. No reconocer. No encontrar.
Opino que reducir los libros a una sola idea o un solo tema no es recomendable, ya que las historias no deberían definirse en singular. Restringirlas a algo único es, a mi parecer, arrancarles sus significados. Sin embargo, dentro de la variedad de temas que Maryse Condé aborda en esta novela, quisiera destacar un aspecto de verdad impactante: entre otras cosas, esta historia es un relato de violencias y de autoconocimiento. O del autoconocimiento como consecuencia de una vida llena de violencias. O de la violencia que se encuentra, agazapada, dentro del propio autoconocimiento.
En Historia de la mujer caníbal, seguimos a una mujer que no pertenece a ningún lugar. Aún peor: que ni siquiera pertenece a sí misma.
Rosélie es posesión de los demás. Ha sido y es creada a partir de las personas que integran su vida. Estos personajes señalan sus pasos y sus atributos, deciden por ella quién será, es y fue. En ningún momento le preguntan cuál es su opinión, qué deseos tiene, hasta el punto en el que, en fin, estos desaparecen. Rosélie ha sido moldeada por su madre, que muere poco a poco, postrada en la cama. Y por su padre, que dejó de querer a su madre en cuanto esta enfermó y que, probablemente, nunca quiso a su hija. Por sus parejas, por sus amantes, que la llevaron de una ciudad a otra, de un sentimiento a otro, de unas culturas a otras, como si fuera un objeto. Y en especial por su marido, asesinado en circunstancias extrañas, y quien, a pesar de lo que ella creía, también la cargó sobre sus hombros alrededor del mundo igual que a una pieza decorativa.
Maryse Condé nos presenta el retrato de una —una de tantas— mujer caníbal, que supuestamente fagocita a su propia especie, cuando en realidad es la consecuencia directa de quienes la han devorado. Más allá de Rosélie como mujer individual, la autora crea el caleidoscopio de las múltiples violencias a las que se enfrentan las mujeres y, sobre todo, las mujeres negras. A Rosélie le afecta, en especial, la noticia de Fiéla, una mujer a la que se le acusa de haber asesinado, descuartizado y comido a su marido. La demonización por la que esta pasa y el aparente sinsentido del crimen hacen que la protagonista se interese por la reclusa, tenga conversaciones imaginarias con ella y se sienta profundamente identificada con su historia. Una vez Fiéla recibe su sentencia, es sustituida en las noticias por otra, en esta ocasión blanca, que parece haber cometido otro crimen innombrable. La protagonista se pregunta qué puede llevar a las mujeres a hacer esto. ¿El abandono o la infidelidad de su pareja, esas sensaciones que Rosélie tan bien conoce? No, desde luego que un desengaño amoroso, tal y como cuentan los medios, no es motivo suficiente. Debe haber algo más, piensa ella, una causa mayor.
¿Cuál? ¿Serán, tal vez, las crueldades y el olvido en los que habitan?
Otros ejemplos de mujeres sin entidad ni identidad son su madre Rose, a quien su marido y su entorno rechazan por una enfermedad que la hace engordar sin fin; su cocinera Dido, que, según sus hermanas, tiene demasiado carácter para encontrar un hombre; la niña Judith, abusada sexualmente por múltiples hombres en la infancia; la hermana de su amiga Emma, que tendrá que olvidar a su familia tras casarse debido al color de su piel.
La lista sigue: Condé y Rosélie se ocupan de presentarnos gran cantidad de realidades. Estas son las mujeres caníbales. Mujeres a las que, al igual que la protagonista, su contexto, nacionalidad, piel, cultura, parejas y familia no han permitido definirse a sí mismas. Y, ¿no es la identidad impuesta por el entorno, la falta de libertad en la vida de una misma, una brutal forma de violencia?
En cierto momento, se nos relata un fragmento de la infancia de la protagonista, que desde niña siente inclinación por la pintura y retrata el mismo tipo de imágenes.
«La profesora de educación plástica, sobre todo, se quejaba:
—¡Menudos dibujos libres me hace! Horripilantes. El otro día pintó a una mujer con las piernas abiertas, chorreando sangre a borbotones. Le grité: ¡Dios mío! ¿Pero esto qué es? Y me dijo: Una violación. Muy enfadada, le pregunté: ¿Se puede saber cuándo has visto tú una violación? Esas cosas no pasan en nuestro país. Y me respondió: A mí me violan todos los días. Monté en cólera y chillé: ¡No digas barbaridades! ¿Quién te viola a ti? Y entonces, como si nada, me soltó: Mi papá. Mi mamá. Todo el mundo.»
Con este fragmento, Maryse Condé pone sobre la mesa, a través de Rosélie, algo muy complejo y, a mi entender, esencial en esta novela: las violaciones no son solo físicas. El control, el abuso de poder, las construcciones sociales, culturales y raciales a las que Rosélie se somete en su vida cotidiana hacen que llegue a la conclusión de que todo el mundo la viola. Incluidos —o especialmente— sus progenitores.
Si bien esta novela es de una crudeza y honestidad absolutas, aunque siempre sin dejar de lado la ironía y la belleza, en ella también nos encontramos con la posibilidad de salir de este laberinto de ciudades, segregación, deberes familiares y hombres. Maryse Condé nos muestra que el camino que recorre Rosélie, pese a ser oscuro, no es por completo nocturno.
Por mucho que la protagonista adore los pigmentos sombríos, su entusiasmo —¿vocación?, ¿necesidad?, ¿cualidad?— por la pintura le pertenece solo a sí misma. Es lo único que posee; su única certeza. Lejos del mundo intelectual y de la academia, la protagonista tiene un vínculo casi animal con la pintura. Casi, podríamos decir, caníbal. Cuando le preguntan qué piensa sobre la comparación entre Yeats y Césaire, responde: «Nada. No pienso nada. No pienso nada porque no sé nada. Nada de nada. Solo sé pintar».
¿La expresión es la vía de escape? ¿El arte nos salva? ¿Nos hace?
En lugar de responder a estos interrogantes, Maryse Condé los enuncia en voz alta, nos los pregunta a nosotras, a las lectoras, nos los arroja a la cabeza, a los brazos, al pecho. Como toda buena historia, esta novela no responde a las cuestiones, si no que las crea. A mí, al menos, me ha dejado una enorme pregunta: ¿cuántas de nosotras somos, también, mujeres caníbales?