Ángela Figuera Aymerich, una poeta de barro

Ángela Figuera Aymerich, una poeta de barro

¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve

una mujer viviendo en puro grito?

«El grito inútil»

La poesía de Ángela Figuera (Bilbao, 1902-1984) está llena de interrogantes, de unos que nunca esperaron encontrar respuestas, sino más bien alcanzar a nombrar y poner voz al miedo, a la culpa o a la belleza que seguía existiendo a pesar de la guerra. Así, ella se preguntaba continuamente qué se debía hacer cuando se sobrevivía al horror, cuál podía ser la función de la poesía en medio del caos –si acaso es que tenía una– o qué sentido tenía seguir trayendo vida a un país que había sido condenado. Todas estas cuestiones que ponía la autora sobre la mesa, especialmente aquellas relativas a la maternidad, son las que vertebran su obra poética, que siempre estuvo articulada desde la primera persona, desde el singular de un yo doliente hasta el plural de un nosotros (o nosotras, más bien) desconcertado.

El libro de Obras Completas de Figuera hace un recorrido por su poesía y sus cuentos infantiles, recoge toda la obra que ella quiso que se publicara, todo lo que le dio tiempo a escribir en ese pluriempleo que suponen los cuidados y a los que ella tuvo que dedicarse desde pequeña. Y quizá por esa conciencia aguda que tuvo siempre de su papel como cuidadora, quizá porque su mundo estuviera fuertemente influenciado por la experiencia que gestionar una familia y una casa supone, es que su poesía es una muestra indiscutible de lo que fue aplicar la perspectiva de género a la poesía de la (pos)guerra. Y quizá es por todo ello que para mí Figuera Aymerich siempre ha sido una poeta del barro: además de en el polvo y la sangre derramada en la tierra mojada, también supo fijarse en las huellas de rodillas de madres que en esa misma tierra gritaban sosteniendo en brazos a sus hijos muertos, en las mujeres que solas o llevando a cuestas a sus hijos desgreñados visitaban los mercados con la esperanza de encontrar dinero en las tripas de los monederos, y supo hacer del espacio doméstico en que habitaba el escenario principal de su poesía.

Es por la necesidad de contar y ser contada que a pesar de este refugio que comienza siendo el hogar, a pesar de querer centrar toda su atención en el hijo que acababa de nacer en ese mes de diciembre del año oscuro en que estalló la guerra, la mirada en la poesía de Figuera acabará irremediablemente fijándose en el exterior: primero a través de una mirada tímida por la ventana, después con un paso tembloroso en el marco de la puerta, hasta que finalmente se pueda agarrar con pulso decidido –no exento de miedo– la pluma. Y ella, que tuvo la misma calidad que otros autores sociales del momento como pueden serlo José Hierro, que formó el triunvirato vasco con Blas de Otero y Celaya, que abrió su poemario Belleza Cruel (1958) con un prólogo-disculpa de León Felipe en el que se pedía reconocimiento a la figura de la poeta, ella que tuvo eso y más es un nombre que apenas se muestra, que se lee, pero no en voz alta, que se susurra, pero no se grita.

Y a pesar de todo, somos afortunadas de poder decir que vivimos en un momento en que esto comienza a cambiar, que contamos con trabajos como el de Angelina Gatell en Mujer que soy o el de Reyes Vila-Belda en Ellas cuentan la guerra, que tenemos los medios y las ganas de que esto no siga así y se empiece, de una vez por todas, a estudiar a Ángela Figuera, a Concha Zardoya, a Julia Uceda o a Acacia Uceta. Nos toca leerlas y gritarlas. Nos toca, en definitiva, difundir poemas de Figuera como lo son «Egoísmo», «Rebelión», «El cielo» o «Creo en el hombre», y dejarnos embaucar por una de las mejores poetas españolas del S. XX.

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