No sois feas, os han dejado solas

No sois feas, os han dejado solas

Todo ser humano aspira a la felicidad, pero en el caso de las mujeres, esa felicidad se suele vincular con la belleza. Existe la creencia de que cuanto más linda seas, más feliz serás. Cuanto más guapa, más fácil será conseguir todo lo que «necesitas» para serlo. La activista argentina Lala Pasquinelli explicaba que el estereotipo de mujer se sustenta sobre tres grandes bloques: la búsqueda del amor, la maternidad y el culto a la apariencia, mediante el cual nuestros cuerpos se vuelven objetos que se consumen.

Cuando estaba en el instituto iba siempre con mi amiga Flor, éramos inseparables. Ella era guapísima, tenía el pelo largo, rubio y sedoso, tez clara, piernas largas y delgadas, llevaba siempre ropa bonita. Yo, en cambio, me desarrollé mucho más tarde. Me vino la regla a los dieciséis, cuando mis amigas ya tenían todas tetas y cuerpos definidos. Yo era más bajita y regordeta y todavía no me preocupaba tanto por mi apariencia. Yo era la fea y ella era la guapa. Pero también yo era la sana y ella era la enferma. Flor empezó a obsesionarse con su delgadez, con sus curvas, con las chicas guapas de las revistas. Se prohibía comer, dejó de reglar, tenía taquicardias… Tuvieron que ingresarla en el hospital. 

Flor quería ser perfecta, encajar en el mismo canon al que, de alguna manera, todas aspirábamos. Por suerte, yo no caí enferma. Pero igualmente comencé a dedicar más tiempo y frustración a intentar acercarme a ese ideal de belleza. Cuanto más me acercaba al prototipo de belleza hegemónica, más aceptada era y más deseada me sentía. Cuanto mayor era el deseo de los hombres sobre mi cuerpo, mayor era mi satisfacción, mi amor propio. Mi autoestima dependía de las miradas externas y de su aprobación respecto a los estereotipos del modelo de mujer único, homogéneo e irreal que se nos vendía cada día en los medios, en las redes sociales, en las revistas y la televisión. 

Estaba completamente inmersa en un dispositivo de disciplinamiento y alienación que no solo ejerce violencia sobre nosotras, sino que nosotras mismas lo aceptamos y lo reproducimos. Lo ejercemos sobre nuestros propios cuerpos, pero también lo señalamos sobre los de las demás. Como dice Luna Miguel, la fealdad es en sí un estado mental que se nos ha enseñado a rechazar. No es solo lo contrario a la belleza física, sino que también es todo eso a lo que las mujeres jamás deberíamos querer aspirar. La fealdad marca la barrera entre nuestra decencia, nuestra valía, y nuestra vergüenza, nuestra indecencia. La fealdad es una estética, una actitud, es vergüenza y es asco.

No solo no tener un cuerpo bello te hace fea, sino que avergonzarte de no tenerlo también. La culpa es vergonzosa, la vergüenza es fealdad. ¿Acaso hay salida para las exigencias sobre las mujeres?

Se nos vende también el eslogan de «quiérete a ti misma», «mejora tu autoestima» como la única panacea ante este gran problema. sin embargo, lejos de solucionarlo, se acaba convirtiendo en un mantra de culpabilidad, porque ante el espejo está nuestra voluntad de amarnos, pero detrás de nosotras se ve reflejada toda esa jungla de opiniones e ideas que es la sociedad en la que nos desenvolvemos a diario y que se beneficia de nuestro odio a nosotras mismas. El estereotipo de belleza hegemónica es reproducido por el sistema interesadamente, puesto que lo necesita para legitimarse. Me refiero especialmente al beneficio económico que genera sustentar este modelo. Hay muchas empresas multimillonarias que se benefician de la opresión que genera esa idea de belleza para sostener sus beneficios, ya sea a través de la venta de productos estéticos, médicos, cosméticos, de moda… que aprovechan y alimentan los valores de este sistema opresivo para generar sobre las mujeres necesidades que las impulsarán a ser más bellas, más aceptadas, más queridas y, por lo tanto, más felices.

Después de todo, llego a la conclusión de que es la mirada exterior la que nos mina. Es el sistema el que ejerce la violencia y nosotras las que permitimos que lo haga. El objetivo, quizá, debería ser dejar de sentirnos culpables o fracasadas por no alcanzar ese prototipo injusto y hegemónico de belleza que se nos impone a diario como mujeres. Deberíamos hacernos fuertes en nuestras supuestas imperfecciones y abanderarlas; dejar de perder energía en conseguir un modelo utópico de belleza e invertirla en cambiarlo para que sea más justo y más real. Y para cambiarlo, hay que empezar por cada una de nosotras.

Debemos dejar de reproducir la autoexigencia de una autoestima impecable y, por lo tanto, inalcanzable, seguida de la culpa por no poder amar esa figura que nos devuelve el espejo. Tenemos que dejar de avergonzarnos de nuestros cuerpos, sean cuales sean y eliminar la injusta idea de que si nos afecta lo que los demás piensen es porque no somos suficientemente resilientes frente a la opresión. Como propone la periodista Irantzu Varela, la autoestima culpabilizadora debería ser modificada por el autoamor, asumir lo que vemos sin juzgarlo, sin quererlo, ni odiarlo, simplemente aceptarlo.

Hablar sobre lo que nos hace daño es sanador. Hablar es sanador. Por eso, la manera de poner en práctica el autoamor debe empezar por nuestro discurso privado, esa voz interior que es la que construye nuestra identidad. «Somos lo que hablamos», dice el psiquiatra Luis Rojas Marcos. Si hacemos que el discurso hacia nosotras mismas sea más comprensivo y cariñoso, será un poquito más fácil empezar a borrar las culpas y exigencias que nos autoimponemos. Quizás tenemos que empezar a hablarnos a nosotras mismas como le hablaríamos a nuestra mejor amiga. Yo jamás le diría a Flor que es fea, porque no es cierto. Yo jamás le diría que no es válida o decente, porque no está bien. Yo jamás le diría que no es suficiente, porque no es justo. La revolución ha de ser la de los afectos, de mí hacia mí y de mí hacia las demás. No querernos más, sino querernos mejor. Como dice la artista Tracey Emin, «no sois feas, os han dejado solas». Empezar a unirnos y a tejer una red de apoyo y amor entre nosotras es el primer paso para romper con las exigencias del sistema.

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