Está clarísimo, todos lo hemos vivido. Hablo del cosquilleo que corretea por el cuerpo al llegar a una nueva ciudad, justamente por la aventura latente que esconden las calles, las nuevas posibilidades que se abren a que casi cualquier cosa imprevista pueda suceder. La incertidumbre. Metió todo en grandes cajas marrones y llegó a Madrid cargada de libros y de soledad, con esa misma sensación que tuvo la protagonista de Nada al llegar a Barcelona: «Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad».
La soledad se siente con fuerza, nívea arma de doble filo: tan punzante, tan tierna. Una jovencita llegó a la gran ciudad, y en la primera soledad, la soledad brillante de la novedad, se abrazó a sus libros. Y es que los libros, la poesía, la escritura tienen un gran poder: el de revelar o intensificar todo lo que esconde la vida.
Alejandro Zambra, en una de sus conferencias sobre Formas de Volver a Casa, decía: «Escribir, leer, son cosas que no le importan a todo el mundo. Son cosas minoritarias, entonces la gente suele juntarse. Suele acercarse. No sé, en el curso hay cinco personas a las que les gusta escribir y entonces se juntan. Y creo que para mí escribir siempre ha estado ligado tanto a la soledad, como a lo contrario de la soledad, al momento en el que uno se sienta con tres, cuatro amigos y empieza a conversar sobre un texto».
De ahí, la importancia de la literatura. Y de cómo compartirla te hace aún más grande, aunque quizá no por tamaño sino por vacío. En esta gran ciudad que es Madrid, con el tiempo una a veces acaba haciéndose unos amigos y habla con ellos de un libro en una cafetería cualquiera de esta desconocida ciudad. Al coger el metro de vuelta a casa siente que se ha olvidado algo en ese café. Y ese ya no es uno cualquiera, sino el café en el que se fueron sacando el alma a cucharaditas e hicieron de la historia del personaje de aquel libro, también la suya. Ella sintió aquel desamor como propio, y probablemente mañana se le olvide, aunque cuando llegue a casa siga buscando entre las sábanas ese trocito de alma que se dejó en el café.
Pienso también en el Café Gijón en sus tiempos de efervescencia. No he ido nunca, pero imagino que debe estar repleto de pedazos de amores y de tristezas blancas, de golpes sordos de todos esos poetas que han acariciado la más alta sensibilidad y belleza. Y no hablo solo de los que no conocemos, sino también de todas las palabras que no gozan de tanta fama, pero que son reveladoras. En estos cafés debe haber demasiados añicos por metro cuadrado.
Después de algún tiempo en esta ciudad, llena de asfalto y hormigón, de partículas grises en el aire, los añicos se nos quedan en los labios y bajo las mascarillas. Flotan en copas de cerveza y en tazas de café, mientras tratan de encontrar esos rincones, esas cuevas ocultas en pechos o en calles. Habitamos esos lugares, hablamos de cosas que parecen no importar, pasamos de ser una palabra más camuflada en un gran texto, imperceptible entre la multitud; a reconocernos dentro de esa masa. Nos señalamos las unas a las otras, nos ponemos nombres y apellidos, nos destripamos y nos pronunciamos ya sin soledad. Soy esta palabra y estoy viva.