La peor madre del mundo

La peor madre del mundo

—Tengo que matarlos, ¿me dejas pasar, mamá? 

—Mati, ya hemos hablado de esto mil doscientas veces, chico. Que son tus tíos y van a venir cuando quieran, ya lo sabes.

Mati tenía el pelo pegado a la frente por el sudor. Llevaba un peto azul con los bolsillos por fuera y en la mano sujetaba una pistola de agua mientras respiraba muy agitado. Me agaché para mirarle de frente y antes de empezar a hablar le peiné el flequillo con los dedos.

—Aunque papá no esté, el tío sigue siendo su hermano. No puedes ponerte así cada vez que vienen, de verdad te lo digo, Mati, que me tienes hartita. Venga, dame ya eso y sal. 

Le cogí de la mano con cariño, pero él apretaba con fuerza la pistola. Se mordía la mandíbula y el labio inferior le temblaba de rabia. Como a mí cuando me enfadaba con su padre. Pensaba un montón de cosas que no sabía decir, porque en la infancia no se tienen las palabras suficientes. Y yo pensaba un montón de cosas que no le quería decir, porque en la adultez creemos que los niños no entienden. Él no me podía decir mamá me siento solo, mamá no me gusta el tío, mamá ayúdame a dejar de lado esta ira. Yo no le podía decir que no sabía hacer otra cosa que no fuera ceder, que no sabía decir que no, aunque tampoco quería que vinieran. Que no sabía cuidarle y que estaba perdida. Que yo también me sentía sola.

 Los ojos se le habían humedecido. Me soltó bruscamente la mano y dejó caer la pistola al suelo. 

— ¡Pues no voy a hablar hasta que se vayan!

— ¡Pues tú sabrás, chico!

Mati salió al cenador y dio un portazo dirigido a mí, un golpe por lo mala madre que estaba siendo. Que eran todas las cosas para las que no tenía palabras. Me quedé agachada mirando la pistola. La cogí y me la puse en la frente. Apreté el gatillo y un chorro de agua salió disparado. La escondí en un baúl y forcé una sonrisa antes de salir a cenar.

Hacía ya varios meses que no venían, pero cuando me llamaron no pude decirles que no porque iban a saber que pasaba algo, iban a enterarse de que no estábamos bien y eso lo teníamos que evitar. Teníamos que estar por lo menos igual de bien que ellos. O igual de jodidos, pero disimularlo mejor. No podía proteger a mi hijo, le forzaba a participar en un teatrillo y él ni siquiera entendía por qué. Porque sí, porque le digo yo que soy tu madre, le decía. Y claro, él volvía a lo de siempre, que si papá no le obligaba a hacer nada, que si papá le quería más, que ya no íbamos nunca a pasear los domingos. Y yo me enfadaba y decía claro, porque tu padre se limpiaba las manos y aquí la única responsable era yo. Y entonces él gritaba y se iba. Y además, eso no era del todo cierto.

Mi cuñada estuvo toda la cena hablando sobre sus nuevas clases de pintura porque su marido la animó encarecidamente a que empezara alguna actividad que fuera exclusiva para su disfrute. Utilizando sus propias palabras. Estaba ilusionada y cada vez que se reía se le escondían las pecas en las arruguitas de la cara, dejaban entrever que ya no era la joven que fue cuando se casó con mi cuñado. No había podido tener hijos y Mati era para ella una condición de posibilidad. Le quería, le amaba con locura y le partía el corazón en mil millones de pedacitos verle así, con lo tierno que había sido en su primera infancia. Utilizando sus palabras otra vez, por supuesto.

Mi marido y Mati salían a pasear todos los domingos al bosque. Salían a fotografíar animales, les ponían nombre y Matías creía que todos eran suyos. Luego me enseñaban las fotos, pero yo no les hacía mucho caso porque solo decía que había que hacer esto y lo otro, y que habían llamado, y que Mati por el amor de jesucristo recoge tus juguetes. Pero ellos salían todos los domingos sin mí. Sin pedirme que les acompañara. No sé si es una venganza, pero tal vez por eso no paseo con él los domingos ahora, porque me excluyeron de ese espacio común que ya no quería usurpar.

Mi hijo mordía el tenedor haciendo un chirrido desagradable que se oía de fondo en la conversación. Mordía el tenedor porque no sabía decir estoy harto de tanta falsedad, esa mujer me ha visto solo cinco veces en la vida, no entiendo por qué mi madre les invita todavía a casa. Mati no sabía qué decir, pero sí sabía lo que era hacerse daño en la boca.

Hace unos meses, cuando mi marido todavía estaba aquí, Mati y él encontraron en el bosque a un conejo que se había roto la pata. Mi hijo enseguida lo cogió en brazos y le dijo tranquilo, te vamos a curar. Cuando lo llevamos al veterinario nos dijeron que el proceso de curación iba a ser largo y que si le íbamos a acoger en casa durante todo ese tiempo no le podíamos soltar luego. Mati nos miraba con la cara más tierna del mundo, con los ojos medio cerrados y haciendo pucheritos de porfa, mamá, sabes que lo voy a cuidar. Y lo sabía, porque Mati lo cuidaba todo. Así que el conejo se quedó con nosotros, para siempre. No me molestó la idea, porque los domingos cuando ellos salían yo me sentía mejor teniendo al conejo conmigo. Ponía canciones y se las dedicaba, le daba de comer y le cogía, y él se dejaba hacer sin rechistar. Creamos nuestro lugar común sin ellos.

 Cuando mi cuñado empezó a hablar, mi hijo se cruzó de brazos. Miraba fijamente a su plato en el que una calabaza asada y una chuleta fría estaban tumbadas tranquilamente sin ningún temor a ser ingeridas. 

—Vamos a volver al norte para las vacaciones.

—Joder, eso sí que es un bombazo— dije incómoda.— Nosotros todavía no sabemos qué haremos, pero vamos, que ya sabes que no vamos a ir para allá, Sergio.

— Ciertamente, no sé si iremos al pueblo, no quiero acelerar el proceso de curación del duelo que todos en esta familia estamos viviendo—apretó la mano de su mujer para que fuera partícipe del dolor que intentaba hacernos llegar— pero al menos creo que es un paso importante.

Yo le miré de reojo. A Mati, que estaba incómodo, que apretaba la mandíbula otra vez y le veía aguantarse las lágrimas. Pero no sabía decir esto es un paripé, cómo se atreven a venir aquí a decir esto, no quiero estar enfadado, solo quiero que se vayan mamá. Todo es por tu culpa mamá. Échales. Una lágrima le cruzó la cara y se la limpié con brusquedad para que no se dieran cuenta de cuánto me odiaba. De lo mal que estábamos. 

Cada semana me odiaba por una cosa distinta y en general no era del todo consciente de la razón, pero esta vez sí. Un par de días atrás me di cuenta de que el conejo no estaba. Me di cuenta, sin más, pero no había reparado en cuanto hacía que no le veía. Si habían sido días o semanas. Un día ya no estaba, como cuando te das cuenta de que derepente tienes los dientes amarillos de tanto fumar. O de que no te caben unos pantalones. O de que ya no te acuerdas de la risa de tu hijo. Lo que me extrañó fue que Mati no me lo dijera. No sabía si se había dado cuenta, si lo había echado él para ver si lo notaba o si en uno de sus paseos el animalito se había zafado de la correa. A lo mejor sí me lo dijo y no le hice caso, o a lo mejor iba tan hasta el culo de lexatines que se me había olvidado. Lo único que sé es que no le volví a sacar el tema, que fingí que todo estaba bien como hice con mis cuñados ese día, y luego por las noches iba a buscarlo alrededor de casa.

— Veamos, querida, lo que nos gustaría proponerte es que el pequeño Matías nos acompañe. Estamos seguros de que le apetece ver a los abuelos, que le echan de menos y ellos no tienen la culpa de nada.

Matías no sabía decir que ni de coña, que no eran los abuelos sino él quien no tenía la culpa, que no quería saber nada, así que dejó caer la silla hacia atrás mientras se levantaba y miró a su tío con todo el odio que puede caber en la infancia de un niño que no sabe decir. 

Mati se metió en casa y mi cuñada comenzó a llorar. ¿Comenzó a llorar? La verdad no recuerdo bien si le salían lágrimas de verdad o solo gimoteaba abrumada por esa situación tan descorazonadora. Utilizando sus propias palabras. Yo no añadí mucho más. Dije no, no se va a ir. Pero no dije no volváis a esta casa porque mi hijo os odia y ya tiene suficiente conmigo. No dije cómo coño os atrevéis a intentar quitarme a mi hijo después de lo que ha pasado. No dije que Mati no se merece esto, está mal y me necesita a mí. No dije no encuentra a su conejo y está triste porque soy una mala madre y ha sido culpa mía. Solo dije que no, que todavía no y que si querían postre.

Tomamos el arroz con leche en silencio. A veces mi cuñada decía mmmh para hacerme saber que estaba rico. No volvieron a preguntar por Matías y yo tampoco fui a buscarle. Después les ofrecí una copa que sabía que iban a rechazar porque tenían que conducir, así que cogieron chaquetas y bolsos y nos despedimos. Mi cuñada dijo que le diera un beso a Mati y Sergio dijo y un abrazo fuerte. Yo pensé que el día siguiente iría a comprar un conejo nuevo, que le diría a mi hijo que lo había encontrado y así borraría esa noche de su cabeza y volvería a ser feliz, como cuando estaba con su padre los domingos de paseo.

Cuando arrancaron el coche, Mati salió disparado de casa con una caja envuelta en papel de regalo entre los brazos y dijo esto es para vosotros, esperad. Pasó por mi lado y se acercó a la ventanilla de mi cuñado, no sé qué le dijo ni qué le respondió él, pero vi cómo le daba la caja y Sergio se la agradeció con un beso en la frente. Mati se quedó parado al lado del coche mientras la abrían y oí a mi cuñada chillar. 

Mati vino corriendo a la puerta de casa y me miró muy sonriente. Sergio tiró la caja con el cadáver por la ventana y arrancó. Mati y yo nos mirábamos, oíamos la voz de mi cuñado alejarse mientras nos insultaba, mientras nos decía las cosas que nos quería decir en realidad y que nosotros queríamos escuchar. Como que no iban a volver, como que teníamos problemas, que estabamos como una puta cabra y que al final nos íbamos a quedar solos. Solos los dos.

Yo miré a Mati con todo el orgullo con el que se puede mirar desde la adultez a la infancia y le dije si le apetecía ver una peli. Y aunque en la infancia no se tienen las palabras suficientes supo decir vale, mamá, pero devuélveme la pistola por si acaso vuelven. 

3 comentarios en «0»

  1. Espectacular muy real sigue así siempre me quedo con ganas de más y muy orgullosa de lo bien que escribes y como cuando te leo me olvido de todo.

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