Pongamos por caso que un día de un mes sin fijar, después de semanas sumida en un sueño, se te diera al fin la oportunidad de volver a abrir los ojos, de ver lo que ocurre como si fuera la primera vez. Imagina cómo serían esos primeros minutos posceguera en los que no hay otro deseo que el de fijar la mirada y poder, así, observar esas formas que se intuyen a pesar de estar todavía bañadas en la oscuridad. Estás en una habitación indefinida, de un piso por definir, de un barrio indefinible, y solo esperas que las virutas de polvo que te han envuelto este tiempo como con deseo de ser abrigo se disuelvan, huyan, busquen un nuevo inquilino en el que establecerse. Tú no puedes, claro, en tu parálisis de hibernación, hacer nada más que desear que se vayan.
Para desviar tu atención del picor de estas partículas molestas, decides mirar atentamente lo que te rodea, confiar en el pequeño halo de luz que se cuela entre las rendijas de las persianas bajadas para recordar qué lugar es ese, cómo llegaste ahí. Y lo consigues. Desde el pequeño sillón en el que has pasado ese tiempo ves que enfoques donde enfoques todos los muebles de la estancia están cubiertos por sábanas viejas: se intuye una cama, un espejo, un escritorio, una mesita donde alguien, seguramente, dejaba su libro antes de irse a dormir. Si te fijaras en la puerta, medio abierta por la humedad que hinchó su madera, y decidieras, en un arrebato de curiosidad, colarte por ese estrecho hueco en el que sin embargo tu cuerpo cabe, podrías ver con filtro claro qué más fantasmas deciden abrigar, igual que el polvo, los muebles.
Recorrerías un pasillo estrecho, con marcas de cuadros que debieron estar colgados el tiempo suficiente como para dejar sus propias huellas en la pared; verías el recibidor y su antiguo perchero, que cumplía tan bien la función de delimitar qué era fuera —la chaqueta por el viento, el paraguas por la lluvia, los zapatos por la suciedad de la calle— y qué era dentro —la sensación de poder ir descalzo sin sobresaltos—; la cocina, de cuyo grifo ya no sale el agua por mucho que empujes, gires, retuerzas la manilla; el salón, con esa biblioteca que solo puede ser así de grande cuando uno la construye con intención de legado, con ese ventanal desde el que se ve y escucha a la gente paseando, los negocios subiendo sus cierres de metal, voces de personas que hablan, discuten por teléfono, todas ellas indiferentes —desconocedoras— de que las miras.
Si fuera por ti continuarías, estancia por estancia, redescubriendo cada habitación. Y lo hubieras hecho si no fuera porque algo en el salón terminaría por captar toda tu atención. Con la tela que lo cubría medio caída, un baúl en la esquina —no muy grande, ni muy pequeño, extraordinariamente ordinario— te llama como si quisiera decirte que sí, que ahí vivió gente que como tú guarda recuerdos, gente que ha reído, llorado, suspirado de aburrimiento. Y como con todo en este viaje, decides imaginar un poco más, pensar que puedes hacer tu cuerpo tan pequeño como para entrar por el hueco de la cerradura de ese mueble.
Y lo consigues.
Sigue habiendo polvo, pero nada que no permita ver con nitidez el sonajero que algún bebé debió agitar para llamar la atención de la madre, para descubrir sonidos, para entender el poder de una mano que decide moverse. Te encuentras con papeles que ruegan pagos que no se han llevado a cabo, cartas que contestan a otras cartas que se guardarán en baúles de otros pisos, que mirarán otros ojos. Una manta suave, color canela, con el nombre de Martina bordado. Anillos, collares que empiezan a oxidarse, que quizá antes de ser guardados ya lo estaban. Un pequeño poemario con las hojas amarillentas— si en un arrebato decidieras abrirlo por la primera página podrías leer la dedicatoria de amor que un día fue escrita—. Llaveros sin llaves, botones que esperan que una aguja vuelva a resignificarlos. Y fotos, claro. Una mujer, media melena, sonríe a la cámara con su bebé en brazos. La habitación en la que están debe ser la misma en la que has despertado. Todos los muebles parecen nuevos, todo está cuidado, con el desorden, eso sí, que conlleva la irrupción de la rutina. Detrás de la mujer, un espejo, y en su reflejo un hombre con bigote y tirantes sonríe a su vez, como si no fuera del todo consciente de la labor que le ha sido asignada: lleva a cuestas la responsabilidad del recuerdo.
Y es al verle, al verte, cuando tú también recuerdas. Recuerdas el cuidado con que sus manos te sujetaron, que siempre te llevo consigo. Recuerdas que nunca te olvidó, o bueno, sí, recuerdas que lo hizo una única vez, la última vez: aquella en que, con el ceño algo más triste, se dirigió a su dormitorio, te cogió una vez más, enfocó el objetivo, apretó tu botón como último adiós y procedió a dejarte olvidada en el sillón en el que tantas madrugadas de insomnio se recostó; lo hizo sin querer, pero sin ganas de volver para encontrarte, apoyada en un sillón de una casa en la que todo, menos tú, incluso tú, estaba cubierto con el peso de la despedida.
Te metes dentro de la descripción del momento.Precioso relato.
Una maravillosa puerta a otra vida ❤️ me ha encantado!
Me arrebata la atmósfera onírica del relato. Sigue por ese sendero, Mahugo.