Amiga, tengo algo que contarte. Llevo semanas con el pensamiento en bucle. He intentado olvidarme, hacer como que no ha pasado nada, y cuando me pongo a pensar en ello me esfuerzo en dirigir mi cabeza a otros lugares. Si estoy en el metro me concentro en observar los zapatos de la gente, a veces me imagino cómo serán sus vidas, a dónde se dirigen, de dónde vienen. Si estoy en la ducha leo los ingredientes del champú. Si estoy en el bus cuento el tiempo que tardan en ponerse en verde los semáforos. Pero así solo consigo descansos puntuales, y en seguida vuelvo a caer en recrear una y otra vez lo que ha ocurrido, como una polilla que se acerca a las lámparas encendidas.
Pensé en inventarme un Dios. Quería tener un ente que me escuchara, con quien confesarme. Que me redimiera y me dijera «te libero de ese runrunrunrun». Lo busqué en los atardeceres, en las noches de luna llena. Incluso llegué a entrar en una iglesia. Pero solo escuchaba mi corazón haciendo eco entre esos muros altísimos y el runrun volverse como un taladro entre mis cejas. Entonces recordé esa frase de Zambra que tanto te gusta, que hasta te la pusiste una época en la bio del insta, y decía algo así como que Zambra nunca se atormentó con la idea de creer o no en Dios, porque ya creía de manera ingenua, intensa y absoluta en la literatura. Decidí ir a una librería. Allí encontré un espacio de redención y deseo, me inundaron los títulos, el olor a papel. Me entraron ganas de leer, de encontrar refugio en esas otras historias, en esos otros runrunes. Pero la librería cerraba a las ocho, y al salir volví al mismo bucle.
Llegué a casa, cerré la puerta y me desplomé en la cama. Traté de dormir. Sin quererlo seguía ahogada en esas cavilaciones. Mi cabeza era una arena movediza que no daba tregua. Encendí la luz y saqué un cuaderno. Me di cuenta de que necesitaba pararme a pensar. Dejar de huir de mis pensamientos, observarlos, acariciarlos con los dedos y moldearlos. Necesitaba darles forma para poder contarlos. Me puse a escribir. Al principio no me salía nada. Pero luego comencé a jugar. Me travestí en el folio igual que una drag en la noche. Y qué gusto. En ese éxtasis me di cuenta de que el origen obsesivo de esos pensamientos era que les veía una única salida. Un solo final. Y mientras elegía palabras, cambiaba párrafos, inventaba momentos, supe que este conflicto podía ser un punto de partida. Estaba en mis manos llevar al papel las posibilidades que nunca tuvieron lugar y encontrar las respuestas que jamás llegaron.
Pero no bastaba con eso, amiga. Cuando puse el último punto noté cómo el taladro cesaba, ahora era más bien un pitido como el que te queda después de pasarte toda la noche en la discoteca. Todavía me faltaba algo. Me faltaba la mirada del otro. Y es que el yo no es algo estático, ni una habitación cerrada en la que no caben la música y las luces de otras salas. Me faltabas tú. Entonces, pensé que no somos amigas por simple utilidad, no solo estamos ahí para la otra. Sino que nos hacemos juntas. Me he acordado de cuando pequeñas nos decían «si fulanita se tira de un puente…, ¿tú también lo haces?». Pues sí, yo haría puenting contigo y no por bruta, sino por ganas de compartir la vida. Porque somos un equipo. Estoy de acuerdo con las advertencias del peligro de caer en una masa tonta y sorda, en la que no quepan puntos de vista propios, ni identidades diferentes. Pero me parece igual de triste y opresor la idea de un «yo» ciego que no sepa mirar al otro. Que no sea consciente de la pertenencia, de la comunidad. En ese sentido, la literatura es como la amistad, necesita ser compartida, necesita tanto del relatar como del escuchar.
Pero esto no es lo que te quería decir, amiga. Era otra cosa, de qué iban estos pensamientos que me estuvieron mareando por días. Pero ahora me parecen menos importantes, y ya hablaremos otro día, con un cafecito o una cervecita de por medio, para que el alcohol y la cafeína sean las metáforas, las elipsis y los ritmos narrativos. Ya te contaré, amiga, o ya me leerás.